Se está llevando a cabo un envenenamiento generalizado. No sé cómo se distribuye la toxina ni de qué modo nos la están inoculando, y sólo conjeturas puedo aventurar al respecto. En un principio pensé que lo que se tramaba estaría afectando únicamente a nuestros pensamientos, pero estoy comprobando acongojado hasta qué punto el veneno se encuentra en proceso de actuar sobre todas las vertientes de la realidad. Está corroyendo la misma materia.
En los primeros días en que comencé a tomar conciencia de todo esto, me sorprendió en un principio que en noticiarios televisivos o en documentales se hablase acerca de hechos del pasado en los que de repente habían desaparecido representativas figuras. No eran sólo personajes secundarios de los acontecimientos, sino a veces auténticos protagonistas y autores de los mismos los que dejaban de existir en la narración de los hechos, en los datos y en la cronología. Luego esto afectó no sólo a caracteres individuales sino a acontecimientos enteros. No se mentía respecto a los sucesos del pasado ni se los tergiversaba: sencillamente desaparecían.
Aquella guerra o esta otra más reciente… ese conflicto en esa parte del mundo… ¿habían existido alguna vez? Luego mi memoria comenzó a fallar. Creía recordar perfectamente aquellos nombres, todos esos episodios que eran pasados por alto, pero al poco tiempo, quizás al día siguiente, ya no los recordaba con claridad.
Pero recientemente ha empezado lo peor de todo: libros enteros desaparecen de mi biblioteca. Entro a buscar un volumen y compruebo con un desagradable escalofrío que el ejemplar ya no está en su lugar. Pero realmente ¿yo tenía algún libro de aquel escritor italiano? ¿O no llegué a encargarlo nunca, a través de internet, a aquella librería anticuaria? ¿Y cómo se llamaba ese fulano? Guido de… ¿Pero llegó a escribir y a publicar algo aquel hombre peculiar? ¿No se trataba a fin de cuentas de un ermitaño aislado entre los montes que rodean Florencia, un erudito en estado salvaje que recibía a pedradas a los que intentaban acercarse a recabar de él alguna enseñanza? Sí, efectivamente creo recordar que así era… Sigamos pues adelante a por otras cosas… Sin embargo ya tanta duda me resulta alarmante, y no comprendo cómo puedo llegar a sentirme tan confuso ante la posible irrealidad de datos tan minuciosos que por ello mismo no parecerían ser productos de mi imaginación, sino corresponder a realidades complejas. Y al buscar otros libros por mi casa me voy tropezando una y otra vez con ausencias y misteriosos huecos. Y siempre, seguidamente, de forma infalible, vengo a encontrarme después con un vacío en mi mente que nunca me responde cuando lo interrogo. Sin embargo, pese a algunos significativos y llamativos huecos, mi biblioteca sigue sin vaciarse del todo. Es como si algunos libros fueran sustituidos por otros, si bien no reconozco volúmenes nuevos en mis estanterías. Por lo visto nadie se está colando en mi domicilio de noche, a fin de cuentas, ni me está sustrayendo los tomos. Sigo viendo abundantes lomos cubriendo los anaqueles, pero es invariablemente aquello que en un momento dado estoy buscando con más interés lo que justamente no encuentro.
Sospechando que todo esto tiene que ver con la desaparición de información y de datos en los medios de comunicación, recurro a los imponentes volúmenes de mi fiel enciclopedia. Compruebo que hay escritores que ya no figuran. Y nadie ha tachado sus nombres, ni arrancado páginas, ni emborronado con "típex" entradas del texto o columnas enteras de letra impresa. Simplemente la ordenación salta de un término a otro sin dejar un sitio a aquel apellido que debiera encontrarse ahí registrado y que yo recuerdo perfectamente haber visto, en una entrada consultada por mí en más de una ocasión.
Lo que más me ha asustado estos últimos días son las alteraciones del globo terráqueo. Me acerqué a la esfera terrestre que tengo en mi dormitorio, lustrosa como una manzana azulada, moteada con sus naciones multicolores, y confirmé que había países enteros borrados por una mano desconocida. No estaban agresivamente raspadas sus irregulares superficies, ni emborronadas con pintura, pero sí que aparecían manchas blancas difuminadas en el lugar que ocuparían esas tierras, como si tales manchas hubieran surgido del interior de la esfera. Naciones enteras de todos los continentes estaban desvaneciéndose en la nada. La terra incognita volvía al mapa mundi, como recorriendo el camino inverso que los descubrimientos geográficos le habían obligado a emprender en el siglo XIX. Acontecimientos históricos, nombres de personajes políticos, de escritores y de territorios: todo estaba esfumándose no sólo de los soportes materiales donde debieran hallarse registrados, sino que también estaban siendo borrados de las mentes. Ya no conseguía recordar qué país asiático, africano o americano se extendía en el mismo lugar ocupado por esas manchas blancas que se multiplicaban en una metástasis del olvido, en la fase terminal de la más mortífera enfermedad del conocimiento.
El mal se extiende como una lepra. Llegué a salir a la calle, desconfiando de mi propia cordura, y me subí a un autobús para ir al encuentro de unos conocidos que podrían sacarme de dudas. Los cristales del vehículo se hallaban marrones y casi opacos de suciedad. La mugre de la urbe entera va creciendo estos días, como si sobre toda la ciudad estuviera abatiéndose una constante lluvia de ceniza. Mi escapada tuvo un desasosegante fin, y mi turbación sólo pudo ir en aumento, al comunicar mis inquietudes a otros: " ¿La guerra de…?" eso nunca había tenido lugar, me decían… tal o cual personaje les eran desconocidos. Novelas famosas hasta ayer mismo, y obras poéticas de renombre habían desparecido del recuerdo de la gente: ni sus títulos pervivían en las memorias. Sí… quizás mis amistades tenían razón: tal vez yo había soñado con el título de ese libro de poesía, inexistente en realidad, que yo les mencionaba. Volví a mi casa, y llegué con mucha rapidez, porque o bien el autobús había variado su itinerario o bien muchas calles que creía recordar ya no existían. En cualquier caso, resultaba difícil hacerse idea del camino tomado por el vehículo visto el estado de opacidad en que se encontraban las sucias ventanas.
Estoy cada vez más convencido de que todo esto tiene su origen en los televisores. Estas malignas cajas emisoras de radiaciones deben de estar emitiendo frecuencias inauditas de ondas que invaden el cerebro, atacando sus funciones y sus reservas de recuerdos. La acción de este veneno sospecho que debe de estar apoyada por la de otros tóxicos cuyas dosis son emitidas a intervalos regulares por medio de la alimentación y el agua corriente. Es posible también que los envenenadores hayan encontrado el medio de propagar su infección por medios fotolumínicos a través de la red eléctrica de todos nuestros hogares. Aunque, obviamente, todo esto no explicaría las desapariciones físicas (por el momento).
En busca de las respuestas que de nadie obtenía, me he dirigido esta misma tarde a última hora a internet. Me he sentado ante mi ordenador para encontrar ahí alguna explicación o contactar con alguien que presienta algo o que aventure sospechas semejantes a las mías. Lo primero que me he encontrado en uno de los portales de información ha sido con una noticia local en la que figuraba mi nombre. Ahí en esa esquina, esas combinadas letras, tan familiares, que reunidas designan mi identidad, me han atraído con la fuerza de un imán haciéndome olvidar todo lo demás. Como en un titular de segundo orden de la página de un diario, se veía una pequeña foto, ampliable con un click al igual que la noticia. Sin pensármelo mucho he situado la flechita del cursor sobre el titular y he presionado el pulsador del ratón. ¿Cómo imaginar que ese simple gesto, esa pulsación tan suave de la yema de un dedo, liviana casi como una caricia, podría desencadenar en mí una desesperación que casi me haría llorar?
Me habían hecho una entrevista, así se anunciaba en ese link. Pero nadie me había entrevistado jamás. Y sin embargo no había duda: la crónica daba noticia de mi nombre completo, mi fecha de nacimiento, mi ciudad, y citaba los títulos de mis libros publicados. Junto al artículo se desplegaban ante mí dos fotografías de buen tamaño en las que podía verse una figura que supuestamente era la mía: un hombre joven vestido con una americana de un color verde pálido que yo no tengo en mi armario y que jamás he vestido. El semblante de este personaje (yo mismo, si creemos lo que aparece escrito) estaba pixelado y resultaba irreconocible. Me he acercado al monitor para escrutar algo a través de esos cuadrados de color carne que distorsionan mi imagen, pero no he podido averiguar nada, ni adivinar siquiera cómo es esa cara.
Me he enfurecido al comprobar que el entrevistado que parece usurpar mi personalidad expresa opiniones estéticas y literarias que no tienen nada que ver con las mías. Muestra admiración por escritores que desconozco por completo o que me disgustan desde siempre; y, en general, dice en esa entrevista cosas que no tienen nada que ver conmigo y que yo nunca diría.
El extraño personaje aparece también en medio de un paisaje totalmente desconocido para mí. Un cielo azul inmenso se extendía detrás de esta figura con mi nombre. En la primera foto se le veía en pie, y en la siguiente aparecía sentado sobre unas rocas, con un codo apoyado en la rodilla y las manos unidas, los dedos ligeramente entrelazados. El difuminado rostro, emborronado informáticamente, miraba a lo lejos. Detrás de él, en ambas fotos, se elevaban unas ruinas de piedra de una tonalidad blanquísima que resaltaba contra el azul profundo del cielo.
En los primeros días en que comencé a tomar conciencia de todo esto, me sorprendió en un principio que en noticiarios televisivos o en documentales se hablase acerca de hechos del pasado en los que de repente habían desaparecido representativas figuras. No eran sólo personajes secundarios de los acontecimientos, sino a veces auténticos protagonistas y autores de los mismos los que dejaban de existir en la narración de los hechos, en los datos y en la cronología. Luego esto afectó no sólo a caracteres individuales sino a acontecimientos enteros. No se mentía respecto a los sucesos del pasado ni se los tergiversaba: sencillamente desaparecían.
Aquella guerra o esta otra más reciente… ese conflicto en esa parte del mundo… ¿habían existido alguna vez? Luego mi memoria comenzó a fallar. Creía recordar perfectamente aquellos nombres, todos esos episodios que eran pasados por alto, pero al poco tiempo, quizás al día siguiente, ya no los recordaba con claridad.
Pero recientemente ha empezado lo peor de todo: libros enteros desaparecen de mi biblioteca. Entro a buscar un volumen y compruebo con un desagradable escalofrío que el ejemplar ya no está en su lugar. Pero realmente ¿yo tenía algún libro de aquel escritor italiano? ¿O no llegué a encargarlo nunca, a través de internet, a aquella librería anticuaria? ¿Y cómo se llamaba ese fulano? Guido de… ¿Pero llegó a escribir y a publicar algo aquel hombre peculiar? ¿No se trataba a fin de cuentas de un ermitaño aislado entre los montes que rodean Florencia, un erudito en estado salvaje que recibía a pedradas a los que intentaban acercarse a recabar de él alguna enseñanza? Sí, efectivamente creo recordar que así era… Sigamos pues adelante a por otras cosas… Sin embargo ya tanta duda me resulta alarmante, y no comprendo cómo puedo llegar a sentirme tan confuso ante la posible irrealidad de datos tan minuciosos que por ello mismo no parecerían ser productos de mi imaginación, sino corresponder a realidades complejas. Y al buscar otros libros por mi casa me voy tropezando una y otra vez con ausencias y misteriosos huecos. Y siempre, seguidamente, de forma infalible, vengo a encontrarme después con un vacío en mi mente que nunca me responde cuando lo interrogo. Sin embargo, pese a algunos significativos y llamativos huecos, mi biblioteca sigue sin vaciarse del todo. Es como si algunos libros fueran sustituidos por otros, si bien no reconozco volúmenes nuevos en mis estanterías. Por lo visto nadie se está colando en mi domicilio de noche, a fin de cuentas, ni me está sustrayendo los tomos. Sigo viendo abundantes lomos cubriendo los anaqueles, pero es invariablemente aquello que en un momento dado estoy buscando con más interés lo que justamente no encuentro.
Sospechando que todo esto tiene que ver con la desaparición de información y de datos en los medios de comunicación, recurro a los imponentes volúmenes de mi fiel enciclopedia. Compruebo que hay escritores que ya no figuran. Y nadie ha tachado sus nombres, ni arrancado páginas, ni emborronado con "típex" entradas del texto o columnas enteras de letra impresa. Simplemente la ordenación salta de un término a otro sin dejar un sitio a aquel apellido que debiera encontrarse ahí registrado y que yo recuerdo perfectamente haber visto, en una entrada consultada por mí en más de una ocasión.
Lo que más me ha asustado estos últimos días son las alteraciones del globo terráqueo. Me acerqué a la esfera terrestre que tengo en mi dormitorio, lustrosa como una manzana azulada, moteada con sus naciones multicolores, y confirmé que había países enteros borrados por una mano desconocida. No estaban agresivamente raspadas sus irregulares superficies, ni emborronadas con pintura, pero sí que aparecían manchas blancas difuminadas en el lugar que ocuparían esas tierras, como si tales manchas hubieran surgido del interior de la esfera. Naciones enteras de todos los continentes estaban desvaneciéndose en la nada. La terra incognita volvía al mapa mundi, como recorriendo el camino inverso que los descubrimientos geográficos le habían obligado a emprender en el siglo XIX. Acontecimientos históricos, nombres de personajes políticos, de escritores y de territorios: todo estaba esfumándose no sólo de los soportes materiales donde debieran hallarse registrados, sino que también estaban siendo borrados de las mentes. Ya no conseguía recordar qué país asiático, africano o americano se extendía en el mismo lugar ocupado por esas manchas blancas que se multiplicaban en una metástasis del olvido, en la fase terminal de la más mortífera enfermedad del conocimiento.
El mal se extiende como una lepra. Llegué a salir a la calle, desconfiando de mi propia cordura, y me subí a un autobús para ir al encuentro de unos conocidos que podrían sacarme de dudas. Los cristales del vehículo se hallaban marrones y casi opacos de suciedad. La mugre de la urbe entera va creciendo estos días, como si sobre toda la ciudad estuviera abatiéndose una constante lluvia de ceniza. Mi escapada tuvo un desasosegante fin, y mi turbación sólo pudo ir en aumento, al comunicar mis inquietudes a otros: " ¿La guerra de…?" eso nunca había tenido lugar, me decían… tal o cual personaje les eran desconocidos. Novelas famosas hasta ayer mismo, y obras poéticas de renombre habían desparecido del recuerdo de la gente: ni sus títulos pervivían en las memorias. Sí… quizás mis amistades tenían razón: tal vez yo había soñado con el título de ese libro de poesía, inexistente en realidad, que yo les mencionaba. Volví a mi casa, y llegué con mucha rapidez, porque o bien el autobús había variado su itinerario o bien muchas calles que creía recordar ya no existían. En cualquier caso, resultaba difícil hacerse idea del camino tomado por el vehículo visto el estado de opacidad en que se encontraban las sucias ventanas.
Estoy cada vez más convencido de que todo esto tiene su origen en los televisores. Estas malignas cajas emisoras de radiaciones deben de estar emitiendo frecuencias inauditas de ondas que invaden el cerebro, atacando sus funciones y sus reservas de recuerdos. La acción de este veneno sospecho que debe de estar apoyada por la de otros tóxicos cuyas dosis son emitidas a intervalos regulares por medio de la alimentación y el agua corriente. Es posible también que los envenenadores hayan encontrado el medio de propagar su infección por medios fotolumínicos a través de la red eléctrica de todos nuestros hogares. Aunque, obviamente, todo esto no explicaría las desapariciones físicas (por el momento).
En busca de las respuestas que de nadie obtenía, me he dirigido esta misma tarde a última hora a internet. Me he sentado ante mi ordenador para encontrar ahí alguna explicación o contactar con alguien que presienta algo o que aventure sospechas semejantes a las mías. Lo primero que me he encontrado en uno de los portales de información ha sido con una noticia local en la que figuraba mi nombre. Ahí en esa esquina, esas combinadas letras, tan familiares, que reunidas designan mi identidad, me han atraído con la fuerza de un imán haciéndome olvidar todo lo demás. Como en un titular de segundo orden de la página de un diario, se veía una pequeña foto, ampliable con un click al igual que la noticia. Sin pensármelo mucho he situado la flechita del cursor sobre el titular y he presionado el pulsador del ratón. ¿Cómo imaginar que ese simple gesto, esa pulsación tan suave de la yema de un dedo, liviana casi como una caricia, podría desencadenar en mí una desesperación que casi me haría llorar?
Me habían hecho una entrevista, así se anunciaba en ese link. Pero nadie me había entrevistado jamás. Y sin embargo no había duda: la crónica daba noticia de mi nombre completo, mi fecha de nacimiento, mi ciudad, y citaba los títulos de mis libros publicados. Junto al artículo se desplegaban ante mí dos fotografías de buen tamaño en las que podía verse una figura que supuestamente era la mía: un hombre joven vestido con una americana de un color verde pálido que yo no tengo en mi armario y que jamás he vestido. El semblante de este personaje (yo mismo, si creemos lo que aparece escrito) estaba pixelado y resultaba irreconocible. Me he acercado al monitor para escrutar algo a través de esos cuadrados de color carne que distorsionan mi imagen, pero no he podido averiguar nada, ni adivinar siquiera cómo es esa cara.
Me he enfurecido al comprobar que el entrevistado que parece usurpar mi personalidad expresa opiniones estéticas y literarias que no tienen nada que ver con las mías. Muestra admiración por escritores que desconozco por completo o que me disgustan desde siempre; y, en general, dice en esa entrevista cosas que no tienen nada que ver conmigo y que yo nunca diría.
El extraño personaje aparece también en medio de un paisaje totalmente desconocido para mí. Un cielo azul inmenso se extendía detrás de esta figura con mi nombre. En la primera foto se le veía en pie, y en la siguiente aparecía sentado sobre unas rocas, con un codo apoyado en la rodilla y las manos unidas, los dedos ligeramente entrelazados. El difuminado rostro, emborronado informáticamente, miraba a lo lejos. Detrás de él, en ambas fotos, se elevaban unas ruinas de piedra de una tonalidad blanquísima que resaltaba contra el azul profundo del cielo.
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