Pulp. Pulparagón. La pulpa. Una fruta fresca, no mordida. Roja. Quizás una manzana, pero no. Una fruta distinta, desconocida, arrancada del árbol de un extraño planeta, su tronco retorcido y sus brazos de anciano dando, no obstante, la carne fresca y joven, erguido solitario, único en este páramo lunar o de otro sitio más cercano. Rodeado de muerte y dando, sin embargo, esta fruta sin letra y sabor por conquistar.
No te atrevas. No seas tú quien quiera ver su nombre impreso en las enciclopedias, cincelado en los muros de un palacio, desde púlpitos escupido, aprendido por niños uniforme y escuela. No te mate la soberbia. Que no te mate. Cultiva la paciencia, igual que el árbol dio esa fruta. La templanza. Hubo quien arrancó el fruto rojo y lo depositó en brillante bandeja de plata. Y ahora espera encerrado en aquella habitación que había al final del pasillo, ¿recuerdas? En todos tus sueños aparecía como la meta tras los peligros, pero todo era falso. En ese cuarto aguardan los sudores peores, todas tus pesadillas, secretos nunca dichos, el monstruo que llevamos, espejos rebelados, máquinas gobernando la desidia de una vida futura de naves industriales, la muerte y la sorpresa, los amuletos y los cementerios, la pulpa descarnada que es la pura contradicción. La pura nada.
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